martes, marzo 20, 2007

La plaga

Iba a revisar este cuento antes de subirlo pero al final me dio mucha paja, en vez de eso invertí el tiempo en en comer manzanas... muchas, muchas manzanas....

Llegó a mi puerta una mañana oscura de Abril, bañada por la lluvia torrencial que azota los montes tras las cosechas del verano. Su cuerpo entero tiritaba bajo el castigo del agua, protegido solo por una fina capa que escondía su figura. Sus manos, pálidas como la nieve, aferraban ya sin fuerza el pequeño atado de ropa que significaba todas sus pertenencias. Coronando la figura una capucha cubría su rostro, dejando entrever el brillo de una cálida sonrisa de dientes color Luna.
Así la encontré al abrir la puerta, y jamás pude olvidar la impresión que me causó esa sonrisa, firme a pesar de la gravedad del estado de quien la portaba. Apenas tuve tiempo de preguntarle quien era antes de que perdiera el sentido y se desplomara sobre mis brazos.
Con la ayuda de mi hermana la llevé hasta la cama de mi habitación, donde mi padre, armado de su estetoscopio y sus jeringas, nos garantizó que aunque su pulso estaba débil se encontraba fuera de peligro. Recomendó no despertarla para que pudiese recuperar sus fuerzas. Pasado el susto comenzó la vigilia en espera de que la bella durmiente obviara el beso del príncipe y abriera nuevamente sus ojos.
Despojada de su capa de viaje pude por fin observar sus hermosas facciones. Su palidez antes espectral ahora parecía más bien un blanco perlado, dándole a aquella figura angelical un aura de pureza, casi perfección. No me había dado cuenta aún, pero ya desde aquel momento me había enamorado perdidamente de ella.
Tardó un día entero en despertar, durante el cual la casa no tuvo un momento de paz. Mi habitación se llenó inmediatamente de curiosos, chismosas y autoridades de todo el pueblo que no podían dejar de dar su experta opinión sobre el proceder de nuestra misteriosa visitante. El padre Gregorio confiaba en que había venido del norte, de la zona de las montañas, y basaba su afirmación en la blancura de la piel de la joven y en el color dorado de sus cabellos. La señora de Mangales refutaba esto alegando que la vestimenta sugería más bien que venía de la costa, y que su blancura se debía más bien a que por una cierta enfermedad que la obligaba a permaneces encerrada en su casa.
Extrañamente la hipótesis más creíble era la dada por Martín, el escritor delirante, quien había tramado una espectacular historia en la que la joven era una noble de sangre quien habiéndose enamorado de un pobre campesino y engendrado un hijo producto de su amor prohibido habría sido obligada por su familia a encerrarse en el convento de las Dominicas como monja, entregando su hijo al cuidado de la madre de su amante. Ya muerto su malvado padre había huido del encierro y de sus votos para reencontrarse con su hijo. Sin embargo a mitad del camino habría sido sorprendida por la tormenta la cual la obligó a salirse del camino para buscar refugio en el pueblo. Concluía su novela afirmando que ahora la joven volvería al fin a su hogar solo para descubrir que su amado se había marchado junto a su hijo... y quien sabe que otros inventos sobre piratas y amores más allá del océano.
Sin embargo todas las teorías y preguntas quedaron sin respuesta cuando la joven por fin despertó sin un solo recuerdo en su mente. Aún recuerdo cuando al abrir sus enormes ojos azules, miró con sorpresa a su alrededor y en vez de preguntar por nuestra identidad nos suplicó que le dijésemos su nombre. El desencanto general fue notorio, y por fin nuestro hogar se vio liberado de la invasión de curiosos, aunque Martín seguía afirmando que la amnesia solo era otro espectacular giro en la historia que no dejaba de desarrollarse en su mente y que aparentemente llegaría a las salas de impresión en no menos de un mes.
Para la casa la llegada de la joven fue un soplo de alegría. Antes de que nos diéramos cuenta ya era parte de la vida familiar, ayudando a mi madre en las tareas domésticas y a mi hermanita con sus tareas del colegio. Incluso nos llevaba la comida a mi y al viejo cuando trabajábamos en la clínica y era quien llevaba la batuta en las charlas alegres después de la cena. Incluso en el pueblo pasó en poco tiempo a ser un miembro más de la comunidad de Montecentro, saludada por las señoras en el mercado y observada por los viejos verdes de la plaza. Todo lo tomaba con gusto, riendo con esa sonrisa de dientes de Luna que tanto me había impresionado la noche de su llegada. Camila fue el nombre que decidimos darle a nuestra huésped, o el que tendría al menos hasta no recordar el propio. Ella pareció feliz de recibirlo, y mucho más lo habría sido quizás de haber sabido que mi hermana quería ponerle Jenoveva.
Así transcurrieron los días, las semanas y los meses... pero ni una sola hora sin que mis sentimientos por ella crecieran hasta ocupar todo mis ser. Muchas veces charlábamos en la orilla del río mientras veíamos el caer de la tarde, y más de una vez nos dormimos sobre el pasto, abrazados para impedir que el frío nos obligara a regresar. Y sin embargo no estaba seguro de que me diría cuando una tarde, cumpliéndose cuatro meses de su llegada a mi puerta, la besé mientras despedía al Sol con su sonrisa de dientes de Luna. Jamás fui tan feliz como en aquel momento, cuando miró mi cara sonrojada y se lanzó sobre mí para cubrirme de besos.
Pero una nube negra tentaba contra nuestra felicidad. Varios, y cada vez más, miembros de la comunidad de Montecentro sufrían una misteriosa enfermedad que no tardó en ser llamada La Plaga. Los enfermos se identificaban por unas extrañas manchas negras que aparecían en su piel en todo el cuerpo, pocos días después de que hubieran aparecido las manchas la persona; fuera hombre, mujer, anciano, joven, diestro o zurdo; moría inevitablemente producto de un paro cardíaco. Lo terrible de esta enfermedad era la imposibilidad de predecir quien sería el siguiente en ser afectado y la inexistencia de una cura. Y como si la enfermedad no fuera lo suficientemente terrible de por sí una oscura leyenda comenzó a rondar por el pueblo. Decían que una figura negra se introducía en las habitaciones de las casas y soplaba sobre los durmientes y a la mañana siguiente las manchas aparecían sobre esa persona. Esta historia, tan increíble de por sí, hallaba soporte en aquellos que afirmaban haber visto a la tal figura encapuchada salir por la ventana de aquellos que luego enfermaron. Muchos de ellos no dudaron en comparar la figura con la famosa imagen de la muerte.
Trabajando en la clínica junto al viejo me pude ver como llegaban decenas de pacientes y morían inevitablemente uno tras otro. Sin embargo el hecho no me golpeó de lleno hasta el día en que mi hermana pequeña cayó enferma y murió tres días después. Fue un duro golpe para la familia, y el luto duró más de un mes. Camila hacía cuanto podía para hacerme sentir mejor, decía que no era culpa mía bien sabiendo la impotencia que yo sentía por no haber podido impedir que su vida se le escapara del cuerpo. Sus intentos dieron fruto finalmente cuando al cabo del mes negro se convirtió en mi esposa. La nube negra de la Plaga se disipó un poco por ese entonces, superada por el blanco del vestido de Camila cuando caminó al altar para hacerse mía. Los casos de muerte se redujeron tanto que hasta llegamos a pensar que la enfermedad ya había pasado. Sin embargo no tardó en regresar con aún más fuerza. En solo una semana murieron el padre Gregorio, el zapatero, la madre de Martín y los trillizos del alcalde. Y durante el siguiente año el número de víctimas aumentó sin frenos. La sombra negra solo se había tomado un descanso.
Ya en ese entonces Camila no era la misma, parecía apagada, como si el brillo que encandiló al mundo en el día de nuestra boda se hubiese esfumado en la noche siguiente. Ni siquiera el nacimiento de nuestro hijo logró devolverle esa sonrisa de dientes de Luna que yo tanto anhelaba ver. Más de una vez me despertó en la mitad de la noche entrando a la habitación. Ante mis sospechas de un engaño mi madre me aseguró que ya lo hacía épocas antes de que estuviésemos casados, ella le había confesado que sufría insomnio y buscaba el sueño caminando por el monte. La confesión aplacó mis ánimos pero seguía sin explicar su cambio de personalidad. Intenté culpar a su amnesia, al cambio de vida que habíamos tenido, hasta a la llegada de nuestro hijo... pero cuando una noche descubrí en su antebrazo las terribles manchas negras no tuve más remedio que aceptar que sufría la Plaga... una variación más lenta y más terrible de la enfermedad tal vez.
En vano intenté persuadirla de que confiara en mí, de que buscáramos la cura. Ella lo negaba todo, y me apartaba de su interior escudándose en su indiferencia. La sonrisa de dientes de Luna ya no volvió a aparecer.
Finalmente una noche se acercó a mí y me abrazó. No me explicó nada sino que simplemente lloró y yo presentí que el fin estaba cerca. Sabía con certeza que a la mañana siguiente ya la habría perdido. No pude contener el dolor y nuestras lágrimas corrieron hasta que ambos nos quedamos dormidos sobre la cama.
Un ruido extraño me despertó pasada la medianoche. Me levanté aún entre sueños y vi como Camila avanzaba deambulando por el pasillo hacia la puerta de salida. Intenté alcanzarla pero comenzó a avanzar más rápido y antes de que tuviese tiempo de tomar su brazo había desaparecido tras la puerta sin dejar rastro.
Antes de que pudiera entender que había sucedido escuché un ruido en la habitación de nuestro hijo. Con el corazón en la garganta corrí hasta la puerta y pude ver a la figura encapuchada inclinada sobre él respirando. El terror se apoderó de mí congelándome el cuerpo e impidiéndome de intervenir. Solo cuando la figura se hubo alejado hacia la ventana recuperé el control de mis movimientos y me abalancé sobre ella. Esquivó mi golpe con facilidad y caí al suelo al tiempo que rompía a llorar de impotencia y odio. Pero las lágrimas se transformaron en absoluto desconcierto cuando mi mirada alcanzó la figura negra que ahora pasaba sobre mí. Todo su cuerpo espectral estaba cubierto por una capa negra que se movía como una sombra. Coronando la figura una capucha cubría su rostro, dejando entrever el brillo de una cálida sonrisa de dientes color Luna.

martes, marzo 06, 2007

Pesadilla de Autor

Respiro despacio al girar la perilla de la puerta, el exterior me atemoriza como los monstruos invisibles que asediaban mi habitación desde la oscuridad impenetrable. Lamentablemente esta vez no cuento con ninguna luz salvadora para desaparecer todas las miradas insidiosas que me esperarán acosadoras, una vez surcada la puerta. Mirando una vez más de reojo la pantalla vacía de la computadora pidiendo a gritos una solución tomo el coraje para empujar la puerta. El alivio de verme solo en el jardín de mi casa me infunde los ánimos para emprender la marcha solitaria.
El Sol brilla escondiéndose tras hilos de nubes blancas que, pudorosas, buscan cubrir el brillo de sus rayos. Mas, al igual que mis ojeras cubiertas tras los cristales oscuros de los lentes, la luz escapa a toda prisión mofándose de sus captores mientras baila alegremente sobre el rocío matutino. Creyéndome ya a salvo de los mayores peligros recuerdo con dolor que mi mujer se ha llevado el coche aquella mañana, obligándome ahora a exponerme al mundo exterior sin más defensa que una sarta de mentiras. Y la oportunidad de ponerla en práctica no se hace esperar.
- ¡Buenos días maestro!- dice, esgrimiendo una sonrisa asesina, aquel vecino obeso, el que todos tenemos y del que jamás recordaremos el nombre.
- Buenos días...- repito, evitando la vergüenza de equivocar el apellido.
- ¿Cómo anda todo?- continúa cándidamente. Dudo que tenga intención de hacer corta esta entrevista.
- Bien- primera mentira – ya sabe, nada fuera de lo común.
La conversación deriva hacia temas intrascendentes como el estado del tiempo y la guerra en Medio Oriente. Doy cátedra sobre los males de la guerra sin siquiera saber de que países estoy hablando, al vecino no parece importarle, escucha embobado memorizando palabras y frases cuyo significado no le interesa. Lo único que desea es poder citarme en la cena con sus suegros el sábado a la noche.
Un ademán con el sombrero me indica que la conversación llega a su fin. Aliviado, le doy la espalda para marcharme antes de que su mujer u otro vecino me sorprenda por los flancos y me asalte con más preguntas. Mis esperanzas de escapar con mi orgullo intacto se desvanecen cuando a mis espaldas el vecino me ataca con la frase:
- ¿Qué lleva en la bolsa maestro? ¿Un nuevo manuscrito?
- Sí, ahora mismo lo llevo a que lo vea mi editor.- Mi sonrisa apenas puede resistir el peso de la vergüenza de saber que la bolsa en realidad solo está llena de papeles inútiles.
- ¡Ya era hora!- exclama el vil gusano – No sabe hace cuanto que mi suegro espera un nuevo trabajo suyo.
El golpe duele pero es justo. A diferencia mía el hombre no miente, pero ¿por qué la verdad habrá de ser tan cruel?
Ahora sí, me despido y me marcho sin pensarlo, la consciencia me pesa tanto que casi no puedo caminar derecho. Ya me voy haciendo la idea de que no podré llegar a destino sin tener que afrontar decenas de conversaciones iguales cuando al final de la calle veo un espejismo tan real que el corazón me da un vuelco, ¡un taxi! El hecho de encontrar uno vacío a estas horas de la mañana es tan milagroso como que el montón de basura en mi bolsa se conviertan en un best seller. La idea de publicarlos es por un momento tan tentadora que casi no reacciono a tiempo para frenar el vehículo.
Me subo, discreto, rezando porque no me reconozca, que no esté en ánimos de hablar o por lo menos que haya perdido la lengua... Doy la dirección. Hasta aquí todo bien, el conductor se da vuelta para consultarme sobre el camino a tomar y en seguida se pone en marcha.
Intento distraerme con el paisaje, intento no notar como los ojos del taxista me escrutan por el espejo retrovisor, intento no escuchar su exclamación de sorpresa, intento, pero no puedo, ignorar su voz cuando me pregunta por fin:
- ¡Usted! ¿Usted no es el autor ese... el del libro de los vagabundos?
- ¿Se refiere a “Ángeles de la calle”?
- Ese mismo.
- Sí... soy yo.
- Ya me parecía, vi su cara en la contratapa del libro.
- ¿Lo ha leído usted?
- Claro que sí, bueno, me obligó mi mujer. ¿Es gran fanática suya sabe?
Me falta el aire, no puedo hablar. Apenas llego a atinar una sonrisa. Espero una tregua pero el siguiente ataque no se hace esperar.
- Ya desde hace tiempo se viene quejando de que no sale nada suyo, no sabe como me tiene... que busque en las librerías, que pregunte en la casa editora... no le alcanza con que le diga que nadie sabe nada de ningún libro y punto. Y ahora justo me viene a tocar usted acá, debe ser cosa del destino, ¿no?
Otra tímida sonrisa es mi única respuesta. No me gusta para donde va esta conversación.
- Así que dígame, ¿Para cuando su próximo libro?
No tengo otra opción más que contestar.
- Y, eso depende de la editora, del tiempo de publicación, usted me entiende... el trabajo ya está escrito. Ahora, no podría decirle cuanto va a tardar, no depende de mí.
El hombre por un momento parece desalentado, sin embargo inmediatamente recupera la alegría.
- Pero ya lo escribió ¿no? Tanto no puede tardar ¿no?- y sin esperar mi respuesta agrega – ¡Que lindo! ¡No sabe que contenta que se va a poner mi señora!- y antes de que pueda esconderlo ve el paquete, ya está, estoy perdido. – Osea que... ¿el libro es eso que lleva ahí?
Trago saliva, no quiero contestar, no quiero mentir... y al mismo tiempo no puedo evitarlo.
- Sí, este es.
El hombre pone cara como si acabaran de decirle que el tumor en su próstata es benigno.
- Y entonces...- dice tímidamente – ¿no me dejaría darle una ojeada?
Mi mente se acelera en la búsqueda desesperada de una excusa
- Me encantaría...- tartamudeo – pero si en la editora ven que el paquete está abierto van a pensar que se lo ofrecí a alguna otra antes que ellos, ¿me entiende?
Increíblemente no solo me entiende, sino que me cree, pero no por eso se rinde.
- Entonces dígame por favor, ¿de qué va?
- ¿Cómo?
- Que de que va el libro.
- ¿El libro?
- Sí, el libro, ¿no me puede dar un anticipo sobre que trata para darle una sorpresa a mi mujer?
- Pero... le voy a arruinar la sorpresa.
- ¡Pero no se preocupe!- ríe el desgraciado – A mi no me va a arruinar nada, a mi mujer veo yo que le cuento y que no. Usted dígame que yo después el libro se lo compro igual.- me guiña el ojo socarronamente. Y yo desearía poder arrancárselo y hervirlo en aceite de girasol.
- Bueno...- busco desesperadamente por una idea, aunque sea pésima, para que me saque del apuro – el libro es sobre...- la expectativa en su rostro bloquea mi mente, no puedo pensar en nada. Nada de lo que diga se lo va a creer... – sobre...- esquimales, paraguas, una fuga de un instituto mental, canciones de cuna, el matrimonio, el divorcio, autos, caníbales, un hombre en una isla desierta... no eso ya existe, la historia de la caña de azúcar, otro tipo que viaja en el tiempo... demasiado gastado, una sociedad secreta de pediatras, la vida en un submarino, el impacto en la sociedad del mp3... ¡Algo! – ¡ratones!
La palabra se desliza sola, como impulsada por lo más hondo y lo más estúpido de mi mente.
- ¿Ratones?- dice el taxista, sin creerlo.
- ¡Ratones! Un grupo de ellos, que viaja por el mundo... buscando un hogar, y uno a uno van muriendo... hasta que el último descubre que el viaje mismo ha sido su hogar.-
- Es... bueno. Es muy bueno.- Ni yo ni él le creemos, pero fingimos hacerlo, por el bien de ambos. El resto del viaje transcurre en silencio, ni siquiera me mira cuando me dice lo que le debo. Entre nosotros hay una cortina invisible de frialdad. A pesar de todo estoy aliviado, cambié mi vergüenza por mi orgullo. Aunque creo que este último tampoco ha salido muy bien parado.
Ya en la calle no dudo más, me dirijo directamente al edificio que tengo enfrente sin importarme si me reconocen o no. Quiero terminar con esto lo antes posible. En mi camino al pequeño condominio de cuatro pisos escucho susurros detrás de mí, miradas... dedos señalándome. No lo soporto. Comienzo a correr y entro a los tropezones en el vestíbulo. Está vacío. Me creo a salvo hasta que escucho voces desde las escaleras, se acercan. Con un movimiento felino entro al ascensor y presiono el botón del tercer piso. No quiero correr riesgos inútiles. No quiero más preguntas sobre mis trabajos, mi próximo libro o los estúpidos ratones viajeros.
Llego finalmente hasta la oficina buscada. El soplo del aire acondicionado limpia las gotas de sudor y me devuelve el aliento tras la maratónica subida. Varias son las miradas que me observan curiosidad pero yo a no temo, allí me siento a salvo, los monstruos no pueden entrar.
- Ah, es usted- dice una voz profunda a mis espaldas. Antes de que pueda terminar de girarme para encarar a mi interlocutor su mano ya estrecha la mía – es un honor conocerlo. Por favor pase a mi oficina.
El hombre tiene una edad indefinible, parece pulcro y correcto, inteligente, lo hace sentir uno a gusto, en confianza. No puedo evitar preguntarme si así se verían los ángeles, si los hay, o los agentes demoníacos, esos los hay seguro.
Pasamos a una oficina elegante, plagada de cuadros de artistas extranjeros cuyos nombres son tan impronunciables y desconocidos como la corriente artística que siguen. Me siento a gusto, tranquilo, la atmósfera logra quebrantar todo recelo que aún pueda conservar. Sin embargo no olvido para que estoy ahí, quiero ir justo al punto.
- Usted disculpará que lo hayamos hecho venir hasta aquí.- no se si es una disculpa o una orden, su tono me confunde. – pero según me ha sido informado su caso es algo sumamente peculiar.
- Lo es- atiné a decir – y en realidad es algo que prefiero discutir en persona que por teléfono. Los contacté a ustedes porque tengo entendido que son los mejores en su campo y además muy discretos en relación a sus clientes.
- Correcto. Entonces dígame, ¿qué es lo que necesita que encontremos por usted?
- Mi inspiración.
- ¿Su inspiración?
- Me oyó, mi inspiración.- la sorpresa en el rostro del hombre me causa una extraña satisfacción, seguramente se esperaba todo menos lo que le dije.
- Creo que no lo entiendo.- dice al fin
- Es muy simple. Yo soy un autor conocido, eso le debe saber. Hace más de tres años estaba buscando ideas para mi siguiente obra, y como siempre fui a buscar mi inspiración en una plaza que se encuentra a pocas cuadras de mi casa. Sin embargo al llegar descubrí que ya no estaba. Se había marchado sin siquiera avisar a donde iba o cuando regresaría. Desde entonces la busco, sumido en la vergüenza de que sin ella mi carrera está acabada, no puedo escribir. Y en todos lados la gente me pregunta por un próximo libro que jamás habrá de llagar. Fíjese que tan desesperado estoy por mantener las apariencias que a cualquier lugar que vaya me traigo este montón de papeles inútiles para que la gente crea que tengo una nueva novela a punto de salir.
- ¿Entonces lo que usted quiere es... que encontremos esa inspiración perdida?
- Exactamente. Después de tanto tiempo decidí que era hora de contratar profesionales, y un amigo me dijo que ustedes eran los mejores en cuestiones de recuperación de bienes extraviados.
- Es verdad pero este caso francamente...- sé que intenta encontrar una excusa pero no la tiene. En el fondo sabe que mis razones son perfectamente válidas.
- Mire, usted solo dígame si van a tomar mi caso, de lo contrario me marcho inmediatamente. Tengo el presentimiento de que mi inspiración podría estar ahora en el bar donde conocí a mi mujer o en el asiento trasero del auto donde perdí la virginidad.
- Este... espéreme aquí afuera por favor, consultaré con mis superiores y le haré saber nuestra respuesta.- ya no parece tan seguro de sí mismo como al principio, se nota que lo abruma la responsabilidad de la tarea que quiero encomendarle.
Me siento en una silla apenas afuera de la oficina del sujeto. A pocos metros se encuentra la ventana, enfocando un par de pájaros que intentan inútilmente armar su nido con pajillas de plástico que han de haber encontrado tiradas en la vereda. Me pregunto si ellos sabrán mi secreto, si podrán ver más allá de esta fachada, si esos ojos acusadores lograrán verme no como el gran autor e incomparable novelista sino como un mediocre en decadencia y falto de ideas. Aparto ese pensamiento con furia, ahora podré volver a ser lo que era, la agencia encontrará mi inspiración y podré volver a escribir. ¡No seré un fracasado!
La idea bombea con tal fuerza en mi mente que no alcanzo a escuchar al hombre sin edad hablando por teléfono.
- Hola, ¿operadora? Comuníqueme con el hospital psiquiátrico de San Fermín... sí, no se preocupe, puedo esperar...