lunes, noviembre 28, 2005

El Almacen de la Esquina

Este cuento lo escribí para un concurso, pero como no salí premiado tengo libertad de publicarlo donde se me canta así que acá lo dejo.

Ni siquiera recuerdo cuando fue la primera vez que entré allí. Solo sé que el viejo Raúl ya era el dueño del lugar, aunque entonces aún no tenía arrugas en la cara. Mi vieja nos mandaba a mí y a Guille al almacén a comprar los bizcochos todos los miércoles y Raúl siempre nos recibía con su sonrisa cordial y sincera, llena de experiencia de vida ya en esa época. Siempre nos regalaba un par de medialunas a cada uno porque decía que así íbamos a crecer fuertes como papá.
Los sábados, de noche, los hombres del pueblo se juntaban en el almacén para jugar al truco o al siete y medio, mientras los chicos nos apiñábamos en las ventanas para poder ver el padre de quien se llevaría el pozo de la noche y tendría que “armar” el asado para el día siguiente. En la casa de mi familia hubo muchos asados en mi infancia porque a mi viejo, en el truco, no le ganaba ni Raúl.
En el almacén de la esquina probé mi primera cerveza, cuando el viejo Raúl se olvidó de juntar una botella medio llena y todos los muchachos nos turnamos para darle un probadita. El pobre Guille se quedó sin nada porque el gordo Zamora se bajó casi la mitad. Raúl nos vio, pero no dijo nada, él sabía que algún día y de algún lado íbamos a tener que empezar. Pero de ahí en más se cuidó de no dejar medias cervezas tiradas por ahí.
Cuando ya era más hombre, Raúl me regalaba los fondos de las botellas que iban quedando en la noche, pero yo sólo miraba con anhelo las copas de vidrio con los nombres de sus dueños marcados. “Algún día” le decía yo a todos “el Raúl va poner mi nombre en una de esas copas. Así nadie me va a poder robar la cerveza” y todos se mataban de risa, aunque yo lo decía muy en serio.
Un día llegó la fábrica, y con la fábrica llegó el trabajo, y con el trabajo se agrandó el pueblo. Hubo más casas a los lados de las calles, que se llenaron de chicos llorones y chicas muy lindas. El viejo Raúl, que ya estaba más viejo, tenía siempre el almacén lleno de gente que iba por ir y compraba por comprar. Papá lo gastaba diciéndole que muy pronto se iba a olvidar de los amigos de siempre. Sin embargo los sábados de noche eran siempre los mismos, y siempre, mi viejo el que ganaba, por supuesto.
Así yo fui creciendo, entre amigos y maestros de la vida, y el almacén era mi escuela, y el mundo era mi patio. Ya me quedaba, los sábados de noche a jugar al truco con papá y sus amigos, y yo con mis amigos los retábamos a duelos donde les mostrábamos todo aquello que allí habíamos aprendido. Llegó el día en que el Raúl me agarró de los hombros y entre lágrimas y risas fui junto a él hasta la barra donde me entregó una copa con mis iniciales marcadas, las mismas que mi viejo, pero al revés, para no confundirse. Esa noche mis amigos me emborracharon y me sacaron en andas, porque yo era el primero de nosotros que se había hecho hombre.
Así pasaron los años. Terminé de estudiar y empecé a trabajar en la fábrica. Me esforzaba mucho y ganaba muy bien, pero ya entonces andaba con ganas de irme, de ver el mundo, pero sin dejar al almacén. También por ese entonces la conocí a Sofía, y solo por ella decidí quedarme. Pasaron seis meses antes de que me diera un beso, pero sólo pasó uno más para que fuera mi esposa. En el casamiento lo vi por primera vez a Raúl fuera del almacén, parecía otra persona, más viejo y cansado. Igual se me acercó a paso lento y me dijo muy bajo al oído “vos sos el único que se la merece”. Después se rió, y yo me reí con él. Era el día más feliz de mi vida.
Pero entonces sucedió. Mi viejo cayó enfermo de tuberculosis, “sin cura” decía el doctor. La fábrica lo despidió cuando se le terminó la licencia y yo tuve que trabajar el doble, para mantener a mis viejos y a Guille, que había entrado a la facultad de veterinaria en la ciudad y le iba muy bien. Pero la fábrica no duró mucho, me bajaron el sueldo más de diez veces antes de que cerrara del todo, dejando a casi mil familias en la calle.
Unas pocas semanas después murió papá. Intenté no llorar, pero fue muy fuerte, las lágrimas caían solas, llenas de odio hacia nadie y de impotencia ante todo. En el velorio vi a Raúl por segunda y última vez fuera de su almacén. No lloraba, pero el dolor se le veía en los ojos. Esta vez no me dijo nada, no hizo falta que lo hiciera. Con sólo verlo entendí todo lo que sentía, y por primera vez pensé que no estaba solo en mi dolor.
No pasó mucho tiempo antes de que decidiera irme. Me habían ofrecido un trabajo en la ciudad que no podía rechazar. Una tarde de mayo cargué junto a Sofía todo cuanto tenía y me despedí de mi hermano y mi vieja. Les prometí que apenas pudiese los llevaría a vivir conmigo. Sólo paré en el almacén para poder hablar una vez más con Raúl, para llevarme un recuerdo de aquel lugar que me había dado tanto. Sólo me tomó dos minutos, pero fueron más que suficientes. Aquella fue la última vez que lloré.
Volví al pueblo muchos años más tarde, ya tenía algunas canas y un par de hijos esperándome en casa. Guille se había llevado a mamá a vivir con él poco tiempo después de terminar su carrera y conseguir trabajo. No se casó hasta que la pobre vieja murió también, con una sonrisa en los labios, porque sabía que se iba a reunir con papá.
El pueblo estaba desierto, ni un alma vivía ya en esas casas viejas y hermosas, consumidas por el tiempo y por la soledad. Sin embargo al pasar por enfrente del viejo almacén vi una luz encendida y un sentimiento de felicidad recorrió todo mi cuerpo. Entré corriendo por la puerta como cuando de chico iba a comprar los bizcochos. El viejo Raúl estaba ahí, con un mazo de cartas como todos los sábados. Estaba muy viejo y muy cansado. De tantas arrugas casi no se le veían los ojos. Aunque una luz hermosa brillaba en ese rostro sereno, estaba feliz, seguía feliz, después de tantos años, porque yo estaba allí, y él estaba allí.
Nos sentamos tranquilamente a jugar un partido de truco como en los viejos tiempos, mientras yo me tomaba una cerveza en esa copa que tenía mis iniciales grabadas al revés. Le conté mi vida en muchas palabras y él escuchó con atención cada una de ellas, manteniendo la misma expresión serena que tanto lo distinguía.
Al terminar el partido nos despedimos con un abrazo estrecho y sincero. Sentí como si mi padre estuviera de nuevo allí, orgulloso de todo lo que había logrado en mi vida. Pero sus últimas palabras me dejaron perplejo “Ahora andáte muchacho que yo también tengo que partir”. Salí del almacén pensando en eso, pero no fue hasta que llegué a la otra cuadra que comprendí su significado.
Volví corriendo sobre mis pasos lo más rápido que pude, pero ya era demasiado tarde. La cabeza del viejo Raúl estaba recostada sobre la misma mesa que ambos habíamos compartido. Su expresión tenía la misma tranquilidad de siempre y, en cierto modo, me tranquilizó a mi también. Muy despacio cerré sus párpados con mi mano y acaricié sus pocos blancos cabellos. “nos vemos Raúl” le susurré al oído, antes de salir del almacén.
Llamé a la ambulancia desde el único teléfono público que aún funcionaba, pero no me quedé a esperarla. Recorrí largo rato las calles del pueblo hasta llegar a mi auto. Pensé que tal vez el viejo Raúl hubiese vivido desde que todos se fueron del pueblo, sólo para compartir ese momento conmigo, para recordarme quién fui y quién sigo siendo. Esa noche, cuando el viejo Raúl se fue y el almacén cerró por última vez, el pueblo no murió del todo, porque sigue vivo en mí y en todos aquellos que compartimos nuestras vidas con aquel almacén de la esquina.