lunes, febrero 16, 2009

Capítulo 10: Fetos

Tras mucho tiempo de inactividad vuelve la novela que supo conmover a las masas y a las masitas. Sé que muchos de sus lectores originales ya perdieron el interés después de tener que esperar tres años para una ráfaga de chistes malos que a lo sumo les brinda distracción por unos 15 minutos, pero no puedo negar que sigue siendo divertido escribirla. Como me pasé toda la noche escribiendo y revisando capítulos viejos para que la historia guarde un mínimo de coherencia espero que la disfruten. Sino, quejensé a su gusto, la respuesta les llegará en 8 o 9 meses como todos mis posts.

Tal vez fue la sospechosa ausencia de muebles, tal vez el hecho de que había un inodoro y una cama en la misma habitación, o tal vez el que una de las paredes tuviese barrotes y que a través de ellas pudiera ver a un guardia afuera junto a un cartel que rezaba: "si puede leer esto, usted está en una celda"; pero algo en mi fina intuición me indicaba que me encontraba en algún tipo de prisión… o en la casa de un anfitrión con un sentido del humor tan perverso como su gusto para decorar.
No sabía cuanto tiempo había pasado desde el oscuro desenlace que siguió a mi encuentro con La Mosca, pero la inmunda peste que emanaba de mi cuerpo me permitió suponer que se trataba de más de unas pocas horas… o unos pocos días. Al parecer mi sistema, demasiado ocupado en sobrevivir a la sorpresiva presencia de 3 kilogramos de cocaína en su interior, no se había molestado en problemas menores como el de devolverme a la conciencia.
Lo primero que noté fue que, contrariamente a lo que sucede en general cuando se despierta en el interior de una celda, mi cuerpo no poseía nuevas heridas y mi recto parecía no haber sido vejado por algún preso de manos grande y alma sensible. De hecho, la mayoría de las mutilaciones que había sufrido durante los últimos capítulos, habían desaparecido sin dejar cicatriz de su presencia, salvando la ausencia del pedazo de oreja que McBride había tenido el placer de hacer volar. Nótese inmediatamente que la sorpresa del descubrimiento estuvo lejos de suscitar mi alegría. La evidencia de que mis captores no solamente no habían contribuido a incrementar el número de muestras en el museo del maltrato en el que se había convertido el conjunto de mis órganos, sino que incluso se habían preocupado por limpiar las obras de otros artistas sólo llevaba a una conclusión posible sobre su identidad: Fuerzas Especiales.
Las Fuerzas Especiales de Tareas de Orden (FETO) eran lo que en una novela policial hecha y derecha, y por ende yanqui, sería el FBI. Pero la utilización de una policía, y por consiguiente un país y una locación geográfica, real en esta historia hubiese traído tantas confusiones de trama y juicios legales que habría mandado por el caño todos los intentos de ambientar el relato en un escenario tan ambiguo y maleable como es la ciudad de la que ya no recuerdo el nombre. En el pasado, más de una vez había debido enfrentarme a sus legiones por temas tan triviales como la falta de detalles en un informe, mis conexiones con el bajo mundo de la city y el secuestro extorsivo. Ahora que ya no pertenecía oficialmente a la fuerza, la cosa sólo podía ponerse peor.
Con la paulatina recuperación de mi memoria, la imagen de los gentiles hombres armados que habían obligado a mi cerebro a perder el 30 por ciento de su capacidad de un saque coincidió con el recuerdo que yo tenía de los uniformados de las Fuerzas. Como si aún faltara evidencia, la prueba final para mi brillante deducción la aportaba el hecho de que una operación en la que el primer objetivo primero había sido arrestar a los presentes en la escena y no organizar una pelea de cuchillos para ver quien se apropiaba de la merca no podía ser producto de una inteligencia local.
Descubierta la identidad de mis captores sólo podía esperar. Afortunadamente previamente a mi última incursión al mundo real había terminado de desaparecer toda la evidencia que me comprometiera con el considerable inventario de crímenes en los que me había involucrado durante los años de bonanza, desde la caza de elefantes por las calles de los suburbios hasta la organización de torneos de batallas de pókemons. Descartados los posibles testigos por exceso de muerte en sus archivos policiales, me creí salvado de toda acusación que pudiera manchar mi buen nombre. La conclusión me tranquilizó lo suficiente como para permitirme un momento de descanso. Encendí mi pipa, que por obra de la necesidad escénica había aparecido en mi mano, y me senté en el duro colchón de una de las camas para comenzar a pensar. La mentira de McBride sobre los hábitos drogones de Margaret que me había conducido al escondrijo de La Mosca no dejaba de rondarme en la cabeza y si algo nos han enseñado los grandes maestros de la deducción es que para despejar la mente no hay nada mejor que intoxicar los pulmones.

No habrían pasado quince minutos desde el comienzo de mi meditación cuando una poderosa voz llamó a mi puerta. Frente a mí, cortado verticalmente por los barrotes, la figura del capitán Estaban D. Ramírez, sub-jefe de las FETO, se me presentaba como una visión mitológica. Mitad policía, mitad hombre, esa criatura de leyenda me observaba con sus ojos azules como queriendo deducir de donde corno había sacado yo la pipa y cómo hacía para fumar sin tabaco ni fuego. El hecho es que yo fumaba.
Ramírez golpeó de nuevo los barrotes con su macana, que es siempre mejor que una travesura, intentando llamar mi atención que en ese momento se concentraba con todas mis fuerzas en cualquier cosa que quitara de mi rango visual a aquel ángel de la desgracia. No porque temiera las consecuencias sino porque creí que tal vez aún no hubiera superado el trauma que le causó aquel desafortunado incidente obra del cual me vi obligado a acostarme con su hija, su esposa, su madre y su perra.
- Robredo…- dijo finalmente el corpulento oficial mientras daba señas al mudo guardia de que le permitiera el acceso a mis aposentos.
Me sorprendí de que me hubiera llamado por mi nuevo nombre y no por el de "Reverendo Hijo de Puta", como habituaba hacer continuamente en el pasado, aunque yo nunca adherí a la fe protestante y mucho menos me ordené. Esa muestra de cariño sólo podía significar que algo más importante que su venganza personal me había llevado ante su presencia. Decidí que en lo inmediato lo aconsejable era no suscitar su ira.
-¡Capitán! Tanto tiempo…- vociferé en tono amigable - ¿Cómo está la familia?
- Tan enferma de sífilis como la dejó la última vez inspector. – respondió con una calma tal que le habría helado la sangre a Disney. - ¿Sabe por qué está aquí?
- Porque un gigante uniformado me voló la conciencia contra una pila de cocaína, enviándome a un viaje místico que lamentablemente concluyó acá.
- Veo que no perdió su humor. Veamos si se ríe cuando acabemos. – continuó el impasible capitán mientras se quitaba los guantes y tomaba la macana por el lado fino.
- ¿Acabar? Me parece un poco rápido pasar a esa fase. Recién nos estamos poniendo al día. Si quiere acabar por qué mejor no trae a su muj… -
El repentino golpe en la boca del estómago me dejó sin aliento, cortando mi respiración y dejando mi fino chiste suspendido en el aire como una mariposa a la que un sable samurái le corta las alas.
- Basta de idioteces, Robredo. – musitó el agresor.- ¿Dónde está Melany Bonanzini?
- En el circo, si Dios es misericordioso.
Un nuevo golpe desencajó mis entrañas. Esta vez del guardia que había ingresado junto al oficial. Me pregunté para qué se habían tomado la molestia de acomodarme si igualmente iban a ejercer sobre mí el curioso deporte de la brutalidad policíaca. Luego supuse que simplemente no querrían haberse lastimado practicando con un cuerpo deformado.
- ¿Dónde está la chica, Robredo? Si dice todo ahora lo desmayaremos antes de seguir. – ofreció con una asquerosa sonrisa de satisfacción.
- Debería haber seguido con la estrategia amable, sabe que estoy en contra de toda forma de violencia. Sobretodo si es contra mí y mis amados riñones.- atiné a decir en medio de una ráfaga de puntapiés que impactaron entre mis piernas. Afortunadamente, después del tercero ya había perdido toda sensibilidad en esa zona.
Tras un par de horas de lo mismo, el único resultado visible era el cansancio de los agentes, quienes resoplaban faltos de aire mientras yo los miraba inocentemente entre los pedazos inflamados de mi rostro. Quince minutos con "El Elegante" McBride habrían sido más que suficientes para que yo confesara haberlo secuestrado incluso a él. En comparación, la paliza de los muchachos era como cuando descubrís que tu vecina tuvo sexo contigo sólo para conocer a tu hermano: en apariencia tenés que fingir que te duele, pero en el fondo no te importa.
- Cambiemos de estrategia capitán.- insinué. – ¿Por qué mejor no me explican por qué creen que yo tengo a la chica?
Corto tanto de recursos como de aire, Ramírez decidió acatar mi plan de juego.
- No sabemos exactamente de qué nació su interés por ella, aunque viendo sus antecedentes y el dinero de la familia nada sería sorprendente. Hace días pidió información en el Bar de Gino sobre la muchacha, la siguió durante un encuentro con un joven y luego se encontró con el capo mafioso "Panino" Gordicelli para acordar su participación y porcentaje de ganancia en el secuestro. En algún momento entre aquel encuentro y su arresto la joven Bonanzini desapareció. Ahora, sea usted un buen detective y deduzca por nosotros quien lo hizo.- concluyó el oficial, soltando una carcajada que no fue secundada por su compañero, quien ya se encontraba desmayado por falta de aire desde el comienzo del relato.
- El mayordomo sin dudas. – respondí triunfante. – Al menos él tendría más motivos que yo para secuestrar a ese error de la naturaleza. Y hablando de errores… ¿Qué rol juega en su perfecto cuadro Aurelio Hárisson?
- ¿Quién? – Preguntó extrañado el capitán.
- Tony. – vociferé, rezando porque mi arbitraria imposición de sobrenombre hubiese trascendido los límites de la realidad textual, alternado el conocimiento de todos los personajes de mi universo literario. – El gordito idiota que estuvo conmigo en todas esas travesías que usted menciona.
- No sea estúpido Robredo, si sabemos lo que hizo también sabemos que lo hizo sólo. Sus fantasiosas mentiras no pueden ayudarlo esta vez – respondió el capitán.
Por un momento realmente temí que los traumas de mi infancia finalmente hubiesen hecho mella en mi conciencia obligándome a ver una alucinación formada por todos mis males sufridos con el cuerpo del Tigretonio. Luego me di cuenta que si yo estaba equivocado, nada podía salir de aquello que fuera bueno para mí, por lo tanto debía ser un complot u obra de duendes invisibles, a los cuales siempre he considerado mis más acérrimos enemigos.
- Yo no invento capitán. No secuestré a ese feto infrahumano ni hice nada que no fuera por orden del mismo Bonanzini, a través de su asistente Tony. Ahora, si vamos a hablar de mentiras fantasiosas empecemos por su perra, y si vamos a hablar de perras empecemos por su mujer que…
Nuevamente mi elocuente discurso fue cortado en seco por un golpe de Ramírez.Ya se disponía a atacar áreas más sensibles de mi cuerpo cuando una voz que me sonó angelical, pero que más bien se parecía a lo que suena cuando un taxista tiene un pollo atorado en la garganta, sonó a sus espaldas y lo paró en seco.
- Quieto Ramírez. El idiota es mío.