lunes, junio 23, 2008

La importancia de ser boludo

Pequeño ensayo que escribí para una materia de la facultad y del cual me sentí particularmente orgulloso, lo cual no signifique que esté bueno, solo que no me dieron ganas de borrar todo registro de su existencia después de que lo entregué.

Me encontraba en un café en París, un pequeño rincón de barrio que se esconde bajo un arco y cuya fachada cae sobre la rue Jean Giraudaux. De pronto, mientras hundía mi rostro en la taza de café con leche que el local tuvo la gentileza de prepararme para acceder a mis, para ellos, excéntricos gustos, escuché a mis espaldas: “Y sí boludo”. Ya está. “Porteño clavado” pensé. Más allá del acento, o de ese tonito que tiene poco de canchero y mucho de soberbio que tipifica al bonarense en el exterior, la marca registrada del “boludo” fue la prueba más concluyente, aún más que si el misterioso hablante me hubiera ventilado el pasaporte en la cara.

Tanto en el interior o el exterior del país, dondequiera que se haya oído hablar de la Argentina, o a un argentino, se escuchó la palabra fatídica. Y es que el vocablo se halla tan impregnado en el habla cotidiana, particularmente de los jóvenes, que no escucharlo mencionado al menos dos o tres veces en el transcurso de una oración parece casi un insulto. Ironía suprema si tenemos en cuenta que el sentido original de la palabra, sentido del que aún hoy en día no se halla escindido, es justamente un insulto.

Y es que, como afirma José Edmundo Clemente: “Las palabras tienen un impulso, un sentido, que muchas veces concluye por alterar la significación primaria”[1]. Esta frase parece hecha a la medida para describir el vocablo mencionado, y eso que cuando se escribió originariamente el texto no se usaba aún ni en su sentido original. ¿Cómo es posible, se preguntan muchos, que una palabra pueda ser al mismo tiempo ofensiva y cariñosa? Y es que este segundo sentido es el que se ha ganado el “boludo” a fuerza de pura presencia. Hoy en día el boludo es el amigo, el compañero, la persona con la que se tiene confianza. Uno no gasta un “boludo” con desconocidos. Éstos tienen que ganarse el derecho a ser insultados.

Este amor por la contradicción, tan característico en el porteño como el fútbol, el barrio o mi querido café con leche, es la base de ésta y muchas más ironías que se plantea el lenguaje de estos pares rioplatenses. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el secreto no está en el insulto en sí mismo, sino en la forma y el lugar en que se expresa, y la elección adecuada del término. Es a lo que Borges se refiere al decir: “Pienso en el ambiente distinto de nuestra voz, en la valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, en su temperatura no igual”.[2] Un “boludo” soltado en un momento equivocado y con un tono poco propicio puede acarrear graves consecuencias. Aunque el insulto ha perdido énfasis por culpa del desgaste, el orgullo de un porteño sigue siendo tan susceptible como para ser herido aún por esta palabra/estandarte.

El origen del término en sí mismo es muy simple: el insulto, como casi toda creación vulgar argentina, sale de una referencia a los genitales masculinos, aduciendo que su tamaño influiría en su intelecto de una forma que nos resulta tanto incomprensible como irrefutable. Tal es la fuerza del saber popular. Así el “boludo”, originariamente, se convierte en el tonto, el estúpido, el que no entiende, o simplemente el que hace las cosas mal, el esclavo del error. ¿Cómo es que de tal calibre de atributos se pasó a la muletilla cariñosa de la que antes hacíamos mención?

Cabe destacar que con el tiempo el adjetivo se popularizó también para referirse a las mujeres con idéntica intención, sin embargo al mismo tiempo se establece la pregunta de a que atributo femenino se puede hacer referencia al catalogar a una chica de “boluda”. Problema del idioma que fue solventado en pos de la igualdad de sexos y del derecho a ser insultados por igual, podemos suponer.

Una vez más recurrimos a Clemente en búsqueda de una frase que ilumine nuestro razonamiento: “La modificación etimológica que experimenta una palabra a través de su historia es el resultado del contacto vivo con sus hablantes”.[3] Así, el creador del término se constituye en sus mismos usuarios, que a fuerza de repetición, lo envistieron de un nuevo significado que solo puede ser interpretado en la sociedad donde se forjó.

Haciendo uso de la ya establecida polisemia de la palabra, se podría argumentar, después de escuchar hablar por cinco minutos a cualquier espécimen representativo de la población de la ciudad, que en ésta todos los habitantes son “boludos”. Pequeño juego malicioso que sin embargo conlleva una gran verdad: el que no entiende que es “boludo”, claramente no es porteño. Es decir, que si alguien al ser calificado de tal tomara el adjetivo por ofensa, obviamente sería un intruso desconocedor de la simpatía con la que se lo trata al ser referido de esa forma.

Así, el “boludo” es prueba de pertenencia a la capital, sea si se enuncia, sea si se lo recibe. Por lo tanto, solo aquel que pueda ser llamado “boludo” con sinceridad y aprecio, podrá decir de sí mismo que es un verdadero porteño.

Esta posición que hoy ostenta esta palabra, como marca registrada del ser ciudadano y papel de presentación en el exterior, no fe siempre la misma. En el pasado el “che” era un documento mucho más valedero que cualquier papel para identificar un nacido en suelo nacional. Hoy, esa posta se ha pasado, y aunque a muchos no les guste el envase en que se presenta, debido a su significado original, cabe destacar que este también es una expresión de los tiempos que corren, en los cuales este tipo de palabras se ha naturalizado tanto en nuestra habla que quien no las utiliza forzosamente es muchas veces tachado de poseer excesiva sensibilidad, o un dejo de desprecio sobre una forma de expresarse que a la mayoría se le hace natural.
Más allá de la forma, es importante el saber reconocer los propios caracteres que conforman al ser nacional. Se hace necesario dejar de lado el prejuicio hacia una palabra que, como muchas otras que hoy se usan sin pudor alguno, está cerca de olvidarse de su pasado oscuro y se afirme como simple expresión de ser porteño. Y no está lejos, si no es que no ha llegado ya, el día en que se diga sin remanses: si ser porteño es ser “boludo”, entonces “boludo” soy.

[1] Borges, Jorge Luis y Clemente, José Edmundo, El lenguaje de Buenos Aires, Emecé Editores S.A., Buenos Aires, 1963, Página 79
[2] Íbidem, Pag. 25
[3] Íbidem, Pag. 82

viernes, junio 06, 2008

Capítulo 9: El fantasma, la bruja y el Armando

Después de meses de espera, 3 hijos, 4 operaciones de cambio de sexo, 2 trabajos y una cadera artificial que me provocó escozor en el esfínter, he aquí el 9º capítulo de la novela más absurda de este blog. También la más realista, coherente, sudorosa, ciclotímica, alemana, cincelada y cuanto adjetivo se les ocurra. Que disfruten.

Retornados una vez más al bar de Gino, me pregunté si el autor no estaría pensando transformar esta historia en una película de tan bajo presupuesto que requiriera el repetir tantas veces un mismo escenario o si simplemente su capacidad creativa se había agotado en apenas 24 páginas del word; pero mis cavilaciones fueron interrumpidas por los quejidos constantes de Tony, quien no parecía haberse repuesto del todo de nuestro encuentro con McBride.
Casper nos observaba con sus ojos lechosos, tal vez dudando entre si prohibirnos de una vez la entrada o simplemente echar nuestros cuerpos al mar, mientras refregaba incansablemente el mismo vaso de vidrio que ya debía haber perdido 1 o 2 milímetros de espesor. Al mismo tiempo, yo me debatía entre pedirle ayuda o no. El caso ya estaba resuelto, no tenía sentido el seguir excavando un pozo cuando ya se había encontrado el agua... Un agua marrón y claramente contaminada, pero agua al fin. Sin embargo esa curiosidad innata que caracteriza a la raza de los detectives, y que tan a menudo se confunde con su también innata estupidez, todavía no había muerto del todo en mí, obligándome a seguir con la investigación de un caso que de este punto en adelante solo podía traerme problemas.
Cuando finalmente la mano del cuasi-fantasma se detuvo por un instante para recuperarse de los calambres, supe que era el momento de lanzar mi pregunta.
- Casper, ¿qué sabés de una mujer a la que llaman la Mosca?
Inmediatamente el vaso se estrelló contra el piso. Las manos temblorosas del tabernero habían perdido la capacidad de movimiento y su rostro se hallaba completamente deformado por lo que parecía ser un rastro de rubor.
- ¿Cómo supiste de ella?- Alcanzó a decir tras repetidos balbuceos.
- Por “el Elegante” McBride.- dije, mientras Tony estallaba en nuevos sollozos al escuchar el odiado nombre.
De pronto el rostro de Casper perdió todo rastro de rubor, incluso parecía más pálido que nunca.
- ¿McBride?- gritó con un pavor que se podía palpar en el aire. - ¿Cuándo volvieron a soltar a ese demente? Debería estar en África, ¡o en el infierno! ¡O en Disney por el amor de Dios!
- Aparentemente es el sobrino del Panino y se está encargando de su negocio.- dije, coreado por más gemidos de la bola de grasa húmeda en que se había convertido mi compañero.
El tabernero tuvo que sentarse para asimilar la noticia. Aparentemente su cuerpo también había sufrido las artes de Jeff, y la noticia de su regreso era para él peor que el anuncio del inicio de la temporada de caza de albinos. Aún así, no dejó de extrañarme que el hombre con la mayor red de información de la ciudad no hubiese recibido la noticia de la llegada de un sujeto como McBride. O su retorno se trataba de una operación muy reciente y perfectamente encubierta, o Casper se hacía más merecedor del Oscar de lo que jamás habría podido imaginar. De cualquier forma me prometí no bajar la guardia con él de ahí en adelante, promesa que olvidé segundos después, cuando me invitó a una cerveza a cambio de mayores detalles.
Varias cervezas y explicaciones después, Casper parecía aún más preocupado, pero todavía no del todo dispuesto a llevarnos al paradero de la Mosca. Según él, sería inútil entrevistarla pues dudaba que se tomase el riesgo de venderle droga a la hija de un hombre que en esta ciudad era semejante a una botellita descomunal de Raid.
- Y aunque lo haga, ¿por qué debería molestarse en darles información a ustedes?
- No subestimes mis poderosas artes de convencimiento, además para eso es que venís con nosotros
- Eso es otro tema, ¿en qué parte de su retorcido cerebro se le ocurrió que yo iba a estar dispuesto a ayudarlo?
- En la misma parte en que se me ocurrió la ingeniosa idea de contarle a Jeff quien me ayudó a encontrar su escondite.
Una vez más la sombra del pánico recorrió su rostro. Y más rápido de lo que un adolescente tarda en redecorar el baño, todo deseo de oponerse a mi voluntad desapareció de su ser.
Por miedo a ver mi amenaza cumplida, Casper decidió cerrar su bar temporalmente y acompañarnos en ese mismo momento. Algunos clientes no estaban tan dispuestos a ceder su posición, como un viejo que parecía haber adquirido una suerte de simbiosis con el asiento u otro que golpeó a Tony salvajemente un par de minutos antes de que una de las botellas que Casper y yo lanzábamos desde una prudente distancia lograra hacer impacto con su cabeza.
Minutos más tarde, un destartalado Caspermóvil nos conducía por las callejuelas de la ciudad, evitando cuanto patrullero pudiese identificar la ya antiguamente vencida patente y haciendo todo lo posible por descargar a sus ocupantes contra las puertas en cada curva cerrada que le presentase una oportunidad. Increíblemente logramos alcanzar nuestro destino sin una nueva demostración de las artes vomitivas de Tony.
Cuando a uno le dicen que va a visitar el antro de una mujer a la que llaman “la Mosca”, uno espera encontrarse con una tienda estilo voodoo, donde se cultivan las artes negras y se pueden encontrar entrañas y huevos de distintos seres colgando de las paredes como decoración. De la misma forma que espera que la dueña sea una inmensa negra vestida con sus ropas de nigromante africana y hablando en una lengua que parece haber sido inventada para ser pronunciada solo por cobayos drogados. Este prejuicio es perfectamente comprensible en una sociedad ebria de cine hollywoodense o que ha jugado demasiado al Monkey Island, sin embargo los estereotipos de nada sirven en una ciudad donde hasta los niños de jardín llevan una magnum 47 metida en los pantalones.
En virtud de lo dicho, entré a lo que en un primer momento me pareció el interior de una tienda de caramelos, pero que resultó ser también de bizcochos y unas apetitosas tartas de las cuales me serví unas 4 porciones antes de que la dueña del local apareciera tras el mostrador. La enorme bruja voodoo de mis sueños parecía más bien una Heidi con varios años de más pero que todavía se piensa que el abuelo sigue vivo en la casa de la montaña. Su cara, impresionantemente sonriente, estaba dibujada por mares de maquillaje que intentaban darle un todo infantil pero que más bien la convertían en un mellizo de Michael Jackson. Todo a su alrededor parecía adquirir un tono de empalagosidad tal que estaba seguro que si hubiese lamido el piso por el que caminaba habría comprobado que era más dulce que todas las tortas que reposaban en mi estómago. Tras una atenta inspección gustativa comprobé que mi suposición era falsa, pero las migas de brownie que encontré entre la pelusa del suelo me dejaron satisfecho.
- ¡Gaspar! ¿Que haces aquí? – preguntó con su, obviamente, melosa voz imitando pésimamente un dudoso acento madrileño.
- Traigo las 10 plagas de Egipto... ¿Qué te parece que hago?
- Es que habías dicho que ya no querías verme, después de que le vendí aquella pequeña cantidad de heroína al hijo del abogado...
- ¿Pequeña cantidad? ¡El tipo murió de sobredosis! ¡Y antes pagarme! Creeme que no estaría acá si fuera por mí. Pero estos caballeros tienen un par de preguntas para vos y una buena dosis de amenazas para mí.
- ¿Qué haces trayendo a la basura de tu bar a este lugar? ¿Sabes lo que cuesta mantener la fachada? ¿Imagínate si alguien los ve aquí y avisa a la policía?
- ¿Qué te importan los policías si ya te los encamaste a todos? Te digo que necesitan un par de datos, dales lo que quieren y nos olvidamos de que alguna vez estuvimos acá.
- ¿Tan fácil es para tí olvidarte de mí? Maldito perro. ¿Por qué debería ayudarte a tí? ¿Qué has hecho por mí? ¡Nada! Un par de erecciones fallidas y clientes inservibles, eso es todo.
- Hija de... ¡Ahora son inservibles! Pero antes vos... y si te agarro ahora... ¡Vení para acá! – rugió tomándola con fuerza de la cintura, al tiempo que clavaba sus blancuzcos labios en el lago de maquillaje que cubría la cara de La Mosca.
Durante varios minutos observé con disgusto como el arco iris de colores pasaba de un rostro al otro mezclándose con la saliva y algo marrón que chorreaba del techo. Cuando la escena adquirió un tono no apto para menores, ni mayores, ni ningún ser humano que tenga un mínimo de sensibilidad, debí apartar mi vista para devolver todas las tortas ingeridas a su lugar original en las bandejas.
Una vez finalizada la turbia ceremonia, noté que Tony se había desmayado sobre un charco de un elemento demasiado sospechoso como para arriesgarse a acercarse. Mientras yo intentaba devolverlo a sus sentidos picándolo con una vara a una prudente distancia, los desagradables amantes se devolvieron a sus ropas entre silenciosas miradas de deseo.
Consumado el acto y satisfecha, o casi, la informante, nos conduzco a la parte trasera de su pequeña tienda, a la cual llamaba “mi pequeño oasis de felicidad”. La felicidad en cuestión estaba desparramada por toda la habitación en paquetes de unos 2 kilos. Aquella imagen fue suficiente para comprender que el ingrediente secreto de las tortas que poco antes habían hecho el camino de ida y vuelta por mi sistema digestivo tenía poco de amor y mucho de Colombia, y por qué durante la última media hora había escuchado una voz relatando cada acción mía con dudosa redacción y pésima ambientación de escena.
- Pues bien- dijo la falsa gallega - ¿qué puedo hacer por ustedes?
- Darme 10 más de esas tortas y no sacarte la ropa nunca más.- respondí con total sinceridad. Por el momento el caso había pasado a tener tanta importancia como el hecho de que Tony se hubiese desmayado con la nariz hundida en nieve mágica.
- ¿Qué quieres decir con 10 más?
- Como decía, ¿qué me podés decir de una tal Magalí Bonanzini?
- Melany...- masculló Tony desde las profundidades de su inconciente.
- ¿Quién? - inquirió la mujer.
- ¿Gordita? ¿Petisa? ¿De 15 años, pero más parecida a un jugador de rugby galés que a una adolescente excitada?
- Imposible, ninguno de mis clientes tiene más de 12 años.
No pude esconder la sorpresa, porque era muy poco probable que un bicho desfigurado como era la hija de Bonanzini pudiera pasar por menos de 43.
- Es posible que McBride te haya mentido para sacarte de encima.- aportó Casper, quien por fin había logrado devolver su rostro a su color supernatural.
- Si hubiese querido sacarme de encima me hubiese transformado en un tapado de piel.- opiné con incomprensible ironía, aunque la duda ya se había instalado en mí y empezaba a armar el complejo turístico.
- ¿Entonces por qué?
Eso fue lo último que pude escuchar antes de que un fuerte golpe en la espalda me disparara de cara contra la pila de cocaína sobre la que respiraba Tony. De inmediato se escucharon gritos y pasos pero el mareo del golpe y el sorpresivo exceso de estupefacientes en mi cuerpo me impidió comprender claramente que sucedía. Lo último que alcancé a ver fue a un hombre de nieve y un arco iris escabulléndose por una puerta en el suelo. Apenas quise levantarme, una fuerte mano me obligó nuevamente a besar el polvo, aunque no nos conocíamos bien ni habíamos llegado a la tercera cita. Finalmente mi conciencia cedió y me encontré navegando en el peligroso mar de la sobredosis.
Estaba en un bosque, y en el centro del bosque había un águila, y en la pata del águila había una uña, y en la uña de la pata había mugre, pero el hecho es que estaba en un bosque. Frente a mí un hombre sin rostro me mostraba una pastilla roja y una azul, en un claro plagio de una película cuyo creador debía pasar la mayor parte del tiempo en el estado en que yo me encontraba.
- ¿Quién sos?- le pregunté al hombre con ganas de saber por donde respiraba sin fosas nasales.
- Soy el Armando.- respondió él solemnemente.
- ¿Y qué hacés acá?
- Justifico el título del capítulo.- dijo, y sin más desapareció en una nube de humo beige.