Tengo mis dudas sobre el trasfondo moral sobre el que se basa este texto. De alguna forma siento que por escribirlo soy un poco peor persona. Ustedes se darán cuenta de que eso es una enorme pelotudez, pero yo, que soy el enorme pelotudo, no. El hecho es que todo este escrito está influido por una visión de este mundo nuestro que me viene surgiendo hace tiempo pero con la que no termino de sentirme cómodo. Dicho eso, aclaro que hace dos noches que no duermo para escribir esta cosa así que obviamente va a quedar publicada. Disfruten. Es una orden.
Lo primero que me llamó la atención de su blog no fueron los detalles más habituales, como su foto de perfil o el nombre que había elegido para firmar sus trabajos, sino el que a pesar de haber sido abierto muchos meses atrás, dos años quizá, el rinconcito cibernético guardara una sola entrada. El mensaje era uno de esos típicos arranques de blog en los que uno presenta a su colectivo imaginario de lectores un montón de promesas y reglas sobre lo que podrá esperar a no de sus publicaciones; nada muy original, a no ser por la imagen que acompañaba al texto: La foto de un cielo despejado que adornaba solamente un sol en pleno brillo. La idea tenía algo de profundamente inocente. Me produjo una suerte de sacudida de alegría por haber cruzado mi camino con ese ser feliz.
Marcela Ríos apareció en mi vida como un nombre más en la lista de solicitudes de amistad de mi Facebook cuando, en un día de poca actividad y mucha necesidad de poner orden a los pequeños detalles de mi existencia, decidí revisar por qué jamás les había dado luz verde a todos esos seres a los que tampoco me decidía a rechazar completamente, un poco por pereza y otro porque decirle que no a alguien me hacía sentir peor persona. Pero ese día estaba encendido por la maldad. Uno tras otro fui deshaciéndome de esos ex compañeros de colegio, amigos de mis amigos y contactos laborales con los que apenas había cruzado palabra en esporádicos encuentros. Ella apareció entre los últimos. Recuerdo que no recordaba haber recibido jamás una invitación de Marcela Ríos, cuyo nombre sonaba tan desconocido como el cuadro impresionista que había colocado en lugar de su rostro. Completé la masacre de la lista, dejando apenas algunos pretendientes menores como el instructor de karate de mi hermana y una morochita que no creí que valiese mis esfuerzos, y volví a ella. Marcela Ríos. Ningún amigo en común, ningún conocido con ese apellido... ¿Algún contacto obtenido en una noche con la coherencia y la memoria nubladas por el alcohol? Era posible. Decidí profundizar mi investigación.
Linda Marcela Ríos. Las pocas fotos que pude encontrar en su cuenta daban prueba de ello. Había decidido aceptar la solicitud en pos de descubrir como había llegado a mí aquella criatura que ahora me sonreía desde las imágenes estáticas de la pantalla. En la cama leyendo, abrazada a una amiga, mirando un horizonte cubierto por los edificios de una ciudad que parecía ser la mía. La información de su perfil me lo confirmó. Linda Marcela Ríos, dueña de una de esas miradas que hacen agujeros en las almas de los hombres, de forma que se sienten incompletos hasta no intentar, aunque sea mediante un chamuyo lamentable, conquistar la atención de su dueña y el beneplácito de esos ojos. El resto del perfil también mostraba otra información valiosa como su estado civil de soltera y unos pocos intereses musicales. Me decidí a intentar una conversación apenas se diera la oportunidad de cruzarnos por los pasillos de la web. Esperé tres horas hasta entregar la rendición.
A los pocos días volví a la carga. La chica seguía sin darse por enterada de mi fundado interés en su persona, ignorando incluso el mensaje casual/coloquial que dejé a modo de comentario en su muro. Comprendí que tal vez me había tomado demasiado tiempo el aceptar su invitación a formar parte de su red de amistades, y que a estas alturas era probable que ella tuviese tanta idea sobre quien era yo como la tenía sobre su identidad. El estado de abandono de su Facebook tampoco era buena señal de que fuese aconsejable seguir por ese camino. Me sentía empujado a seguir averiguando sobre Marcela. Su intrusión había generado en quiebre en mi cotidianeidad y ahora me costaba pasar el día completo sin dedicarle aunque fuera un pensamiento. Atajé el apuro que sentía por probar suerte en el msn con la dirección de mail que había dejado olvidada en su vieja cuenta, y decidí en cambio darle a ese dato un uso más práctico para mi sed de conocimiento sobre ella. Una búsqueda por Google me llevó a su blog.
Aún antes de lanzarme a la red de redes a la caza de todo aquello que significara una pista sobre su identidad, sentía que yo y Marcela teníamos una conexión especial. No era solo el interés físico que había disparado el descubrimiento de sus fotografías o el hecho de que hubiese sido ella quien en primer lugar había buscado mi atención. Había un algo que solo terminé de comprender cuando vi la imagen del cielo con el sol brillante. Aquella joven tan linda que había esperado inútilmente durante meses para poder entablar una relación conmigo poseía además un alma alegre, era dueña un soplo de vida capaz de iluminar el humor más lúgubre. Sonreí aunque nadie pudiera verme, orgulloso de no haber abandonado la posibilidad de conocer a aquella interesante admiradora.
El problema era que el blog era a la vez una esperanza y un callejón sin salida. No había información adicional que me permitiera profundizar sobre la esencia de Marcela, ni mucho menos dan con su paradero. La opción del msn quedó rápidamente descartada cuando comprobé que la cuenta ya había sido dada de baja. No tardé en formular la hipótesis de que podría haber sufrido el acoso de algún perverso, y que la situación la llevó a renunciar a la identificación que servía de nexo entre nosotros. Lamenté que solo le hubiera quedado esa opción para huir de los abusos de un ser enfermo. Afortunadamente para nosotros, un análisis detallado de los resultados arrojados por múltiples buscadores determinó una cantidad inusual de correspondencias con un foro de discusión orientado a comedias juveniles televisivas nacionales. Días de lectura atenta me permitieron ubicar el usuario de Marcela, quien si bien no se contaba entre los participantes más asiduos había volcado suficiente información personal como para dar rienda a mi hambre de ella.
La descubrí como un ser comprensivo, que no se irritaba con los galanes estrella de las tardes por sus desaciertos; de alguna forma proyectando en ellos los sentimientos que le provocaba mi desaire crónico. Durante semanas aprendí sus modos y giros narrativos a la hora de relatar las venturas de las princesas adolescentes. Me nutrí de esos relatos y exploré cada rincón de su personalidad que había dejado plasmada en las páginas digitales de ese viejo foro abandonado. Si antes sufría dudas de que Marcela y yo habíamos sido destinados a una unión perfecta, todas ellas quedaron superadas gracias al descubrimiento de esas cartas de amor en las que mi nombre aparecía cambiado por el de los personajes ficticios. Desesperado por concretar un encuentro, me lancé a la búsqueda de su dirección.
No me siento orgulloso de lo que tuve que hacer para alcanzar mi objetivo. Comprendan que cuando el corazón manda son pocas las cosas que uno no está dispuesto a hacer para obedecerlo, y mi orden era encontrar a Marcela aunque tuviera que explorar hasta el último rincón del fondo del Océano. No fue necesario arribar a tanto. Gracias a un viejo contacto que trabajaba en una de las grandes empresas telefónicas accedí a los registros de cuentas de los usuarios. Una súplica y pocos sobornos después, tenía en mis manos la dirección física que la titular de la cuenta había dado tres años atrás para habilitar la línea. Corrí como un chiquillo en Navidad hacia las coordenadas garabateadas en una hoja de cuaderno, arrugada por el apuro de escribir en el aire las pocas palabras necesarias.
Marcela Ríos vivía en una casa pequeña pero con aspecto cálido. Las tejas rojas coronaban la estructura blanca y de amplios ventanales en la que se había albergado durante tantos años mi prometida. ¡Alegría! ¡Júbilo! Palabras totalmente insuficientes para explicar cabalmente mi estado de plenitud. Mis dedos temblaban como ramas ante vientos huracanados cuando se acercaron al timbre que desencadenó la campanada de anuncio de mi felicidad. La visión que siguió me desconcertó.
Quien me atendió no fue la reina de mis pensamientos, sino una anciana decrépita que nada tenía que ver con la joven hermosa que había reclamado derecho de propiedad sobre mi corazón. ¿Sería un hechizo? ¿Un espejismo de un genio malvado? No podía aventurarme a perderlo todo. Arriesgué: “¿Marcela?”. “¿Qué?”, respondió ella sin un dejo de la gracia de mi prometida en su crujiente voz. “¿¡Marcela Ríos!?”, me desesperé. “¿Ríos?”, dijo finalmente, “¿la chica que se suicidó?”. El mundo se vino abajo.
Escuché de los labios de esa mensajera de la desventura como Marcela, mi Marcela, había abandonado este mundo un año atrás, producto sin duda del golpe fatal que mi extenso desaire le había provocado a su frágil corazón. Ni siquiera la ayuda providencial de las 67 aspirinas con las que intentó prolongar su espera por mi reacción alcanzó para preservarla hasta nuestro encuentro. Me maldije por mi necedad. Si tan solo hubiera bajado de mi pedestal de ego un instante para tenderle la mano a la pobre Marcela, que desde el fondo de su miserable existencia de no admitida me rogaba hacerle un lugar junto a mi, hoy yo escribiría otro final para esta historia.
Me alejé pensativo de esa casa de mal agüero. Pensando en Marcela, en su sonrisa, en su felicidad contagiosa como un sol que brilla sobre un cielo sin nubes. Pero pensando, sobre todo, en que la otra morochita del Facebook tampoco estaba tan mal. Quizá debería agregarla… para ver que onda, qué se yo.