Pequeño ensayo que escribí para una materia de la facultad y del cual me sentí particularmente orgulloso, lo cual no signifique que esté bueno, solo que no me dieron ganas de borrar todo registro de su existencia después de que lo entregué.
Me encontraba en un café en París, un pequeño rincón de barrio que se esconde bajo un arco y cuya fachada cae sobre la rue Jean Giraudaux. De pronto, mientras hundía mi rostro en la taza de café con leche que el local tuvo la gentileza de prepararme para acceder a mis, para ellos, excéntricos gustos, escuché a mis espaldas: “Y sí boludo”. Ya está. “Porteño clavado” pensé. Más allá del acento, o de ese tonito que tiene poco de canchero y mucho de soberbio que tipifica al bonarense en el exterior, la marca registrada del “boludo” fue la prueba más concluyente, aún más que si el misterioso hablante me hubiera ventilado el pasaporte en la cara.
Tanto en el interior o el exterior del país, dondequiera que se haya oído hablar de la Argentina, o a un argentino, se escuchó la palabra fatídica. Y es que el vocablo se halla tan impregnado en el habla cotidiana, particularmente de los jóvenes, que no escucharlo mencionado al menos dos o tres veces en el transcurso de una oración parece casi un insulto. Ironía suprema si tenemos en cuenta que el sentido original de la palabra, sentido del que aún hoy en día no se halla escindido, es justamente un insulto.
Y es que, como afirma José Edmundo Clemente: “Las palabras tienen un impulso, un sentido, que muchas veces concluye por alterar la significación primaria”[1]. Esta frase parece hecha a la medida para describir el vocablo mencionado, y eso que cuando se escribió originariamente el texto no se usaba aún ni en su sentido original. ¿Cómo es posible, se preguntan muchos, que una palabra pueda ser al mismo tiempo ofensiva y cariñosa? Y es que este segundo sentido es el que se ha ganado el “boludo” a fuerza de pura presencia. Hoy en día el boludo es el amigo, el compañero, la persona con la que se tiene confianza. Uno no gasta un “boludo” con desconocidos. Éstos tienen que ganarse el derecho a ser insultados.
Este amor por la contradicción, tan característico en el porteño como el fútbol, el barrio o mi querido café con leche, es la base de ésta y muchas más ironías que se plantea el lenguaje de estos pares rioplatenses. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el secreto no está en el insulto en sí mismo, sino en la forma y el lugar en que se expresa, y la elección adecuada del término. Es a lo que Borges se refiere al decir: “Pienso en el ambiente distinto de nuestra voz, en la valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, en su temperatura no igual”.[2] Un “boludo” soltado en un momento equivocado y con un tono poco propicio puede acarrear graves consecuencias. Aunque el insulto ha perdido énfasis por culpa del desgaste, el orgullo de un porteño sigue siendo tan susceptible como para ser herido aún por esta palabra/estandarte.
El origen del término en sí mismo es muy simple: el insulto, como casi toda creación vulgar argentina, sale de una referencia a los genitales masculinos, aduciendo que su tamaño influiría en su intelecto de una forma que nos resulta tanto incomprensible como irrefutable. Tal es la fuerza del saber popular. Así el “boludo”, originariamente, se convierte en el tonto, el estúpido, el que no entiende, o simplemente el que hace las cosas mal, el esclavo del error. ¿Cómo es que de tal calibre de atributos se pasó a la muletilla cariñosa de la que antes hacíamos mención?
Cabe destacar que con el tiempo el adjetivo se popularizó también para referirse a las mujeres con idéntica intención, sin embargo al mismo tiempo se establece la pregunta de a que atributo femenino se puede hacer referencia al catalogar a una chica de “boluda”. Problema del idioma que fue solventado en pos de la igualdad de sexos y del derecho a ser insultados por igual, podemos suponer.
Una vez más recurrimos a Clemente en búsqueda de una frase que ilumine nuestro razonamiento: “La modificación etimológica que experimenta una palabra a través de su historia es el resultado del contacto vivo con sus hablantes”.[3] Así, el creador del término se constituye en sus mismos usuarios, que a fuerza de repetición, lo envistieron de un nuevo significado que solo puede ser interpretado en la sociedad donde se forjó.
Haciendo uso de la ya establecida polisemia de la palabra, se podría argumentar, después de escuchar hablar por cinco minutos a cualquier espécimen representativo de la población de la ciudad, que en ésta todos los habitantes son “boludos”. Pequeño juego malicioso que sin embargo conlleva una gran verdad: el que no entiende que es “boludo”, claramente no es porteño. Es decir, que si alguien al ser calificado de tal tomara el adjetivo por ofensa, obviamente sería un intruso desconocedor de la simpatía con la que se lo trata al ser referido de esa forma.
Así, el “boludo” es prueba de pertenencia a la capital, sea si se enuncia, sea si se lo recibe. Por lo tanto, solo aquel que pueda ser llamado “boludo” con sinceridad y aprecio, podrá decir de sí mismo que es un verdadero porteño.
Esta posición que hoy ostenta esta palabra, como marca registrada del ser ciudadano y papel de presentación en el exterior, no fe siempre la misma. En el pasado el “che” era un documento mucho más valedero que cualquier papel para identificar un nacido en suelo nacional. Hoy, esa posta se ha pasado, y aunque a muchos no les guste el envase en que se presenta, debido a su significado original, cabe destacar que este también es una expresión de los tiempos que corren, en los cuales este tipo de palabras se ha naturalizado tanto en nuestra habla que quien no las utiliza forzosamente es muchas veces tachado de poseer excesiva sensibilidad, o un dejo de desprecio sobre una forma de expresarse que a la mayoría se le hace natural.
Más allá de la forma, es importante el saber reconocer los propios caracteres que conforman al ser nacional. Se hace necesario dejar de lado el prejuicio hacia una palabra que, como muchas otras que hoy se usan sin pudor alguno, está cerca de olvidarse de su pasado oscuro y se afirme como simple expresión de ser porteño. Y no está lejos, si no es que no ha llegado ya, el día en que se diga sin remanses: si ser porteño es ser “boludo”, entonces “boludo” soy.
[1] Borges, Jorge Luis y Clemente, José Edmundo, El lenguaje de Buenos Aires, Emecé Editores S.A., Buenos Aires, 1963, Página 79
[2] Íbidem, Pag. 25
[3] Íbidem, Pag. 82
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