No hay mucho que decir, mis excusas para la tardanza ya las conocen, usen la que quieran.
El Campesino se levanta al amanecer como cada día. El mundo le entrega una nueva mañana de sol, bañada por el rocío de la humedad primaveral. Allí apostado sobre el árbol del jardín canta un pequeño pájaro, el ritmo su música atrapa al Campesino y termina de expulsarlo del reino de los sueños. Se viste, despacio, sintiendo el aire a su alrededor como el alma propia, un soplo de vida que huele a libertad. Se toma unos segundos para disfrutar el instante en que una suave brisa penetra por la ventana y le atraviesa el cuerpo, como una flecha apasionada infunde fuerza en su espíritu.
Tras calzarse las botas besa a su esposa durmiente entre los cabellos. Luego besa su vientre abultado, señal de la vida que lleva dentro y a la que pronto podrá llamar hijo. Sonríe al pensar en aquella vida que crecerá en la libertad del campo, ese campo que hoy cultiva para él. El Campesino se dirige a la cocina ya vestido para preparar su desayuno. Saborea el pan horneado el día anterior, pero aún cálido, mientras la leche tibia moja sus labios sedientos.
Todo lo hace lentamente, no tiene prisa, sabe que el campo no va a moverse hasta que termine, y que seguirá allí durante todo el día de trabajo, “no hay apuro”, “todo a su tiempo”, esos son sus lemas. Nada lo obliga a dejar de disfrutar el pequeño y sencillo placer que significa el desayuno. Finalmente baja la taza vacía, satisfecho. Tras lavar todo lo usado se dirige pesadamente a la puerta, listo para enfrentar el día de trabajo. Cruza el umbral y sale.
La hermosura del campo se extiende ante sus pies como un manto de flores, a pesar de que nada ha comenzado a crecer aún ya se puede sentir la vida futura palpitando bajo la tierra. Respira profundamente una vez más, como queriendo hacer del campo parte de sí mismo, un solo ser, uniéndose en un lazo único bajo el sol de la primavera. El campo pasa a ser mucho más que la fuente del alimento, de la ganancia, el campo es la vida misma, es la razón en sí misma del por qué de la vida.
Termina las tareas habituales en poco tiempo, la rutina y el rocío facilitan tanto su trabajo que apenas siente la carga. Insatisfecho con lo poco trabajado en el día se dirige a preparar el almuerzo a su esposa. Mientras cocina una nueva idea cruza su mente, tomar el arado y preparar nueva tierra para la cosecha, el campo jamás se agota, y conforme las cosechas aumentan sus fuerzas y tiempo de trabajo crecen al compás.
Con el arado atado al buey comienza la ardua tarea de trazar los surcos que serán la cuna del alimento de sus hijos. La esperanza de alimentos futuros lo motiva a acelerar su trabajo. No siente la carga, no siente el cansancio, jamás se agota, como el campo.
Al llegar a la tercera pasada, hacia el centro del laberinto de surcos, el arado se detiene de golpe. El Campesino imagina una piedra o huesos de algún animal, pero tampoco se sorprende al ver un brazo esquelético saludándolo desde la tierra. La mano empuña una pistola oxidada que aún parece humear por el calor de la descarga. El Campesino suspira y va en busca de la pala guardada en el cobertizo.
Su mujer al verlo cavar se apresta a alcanzarle dos tablas firmes junto a los clavos y un rosario, el cual reza de principio a fin mientras el Campesino devuelve al cuerpo a la tierra que lo vio nacer, sobe el montículo erige con las tablas una cruz a modo de lápida. Tras terminar el rosario su esposa se retira silenciosa, dejándolo solo con sus pensamientos.
El Campesino voltea y observa las demás cruces solitarias que se erigen en el campo. Cientos de hermanos muertos que vertieron su sangre por hacer del campo una patria libre. Es esa sangre la que abona la tierra, la que limpia el agua, la que hace llover y salir el sol. Pues es la sangre del sacrificio que tantos hicieron para que sus hermanos pudieran vivir en paz. El campo pagó su libertad con esa sangre de sus hijos, y es a aquellos hijos que quedaron que hoy se entrega sin condiciones. Y de esa tierra nacerán nuevos hijos, que poblarán el campo que sus padres les han entregado con sus vidas.
Tomando el arado nuevamente en sus manos, el Campesino rodea el suave montículo que yace bajo la cruz. El trabajo aún no termina, porque el trabajo no es solo suyo, sino de todos los hijos de la tierra, de todos los mártires del campo.
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